lunes, 6 de agosto de 2007

Rayuela (Julio Cortázar) - Capítulo 1











¿Encontraría a
la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguirlas formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado pare escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pinto o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayo un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrolle lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allá lo tiró con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkiria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu'en hiver , a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedo entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movió, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabo. Oh Maga, y no estábamos contentos.

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la villa derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Leonie me mire la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te lleve a que madame Leonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te lleve a que madame Leonie, Maga; y sí, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas allá a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacia preguntas, contento de que a veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te calentabas en su estufa de gran cano negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, solo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aun ahora, acodado en e1 puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que pare llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenia un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. - Era cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chatelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en madame Leonie.

Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metíamos en un café del Boul' Mich' y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida.

1 comentario:

Najla dijo...

uy, yo amo las frases de cortázar en rayuela, sobre todo esa de "andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos"