viernes, 10 de agosto de 2007

Pedro Páramo (Juan Rulfo)












Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte."
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
-Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias.
El camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja."
-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
-Comala, señor.
-¿Está seguro de que ya es Comala?
-Seguro, señor.
-¿ Y por qué se ve esto tan triste?
-Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche." Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.
-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.
-Voy a ver a mi padre contesté.
-¡Ah! - dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
-Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más adelante, la más remota lejanía.
-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
-¡Ah!, vaya.
-Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
-¿A dónde va usted? -le pregunté.
-Voy para abajo, señor.
-¿Conoce un lugar llamado Comala?
-Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
-Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
-Hace calor aquí -dije.
-Sí, y esto no es nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
-¿ Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
-¿Quién es? -volví a preguntar.
-Un rencor vivo -me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿ no ?
-No me acuerdo.
-¡Váyase mucho al carajo !
-¿Qué dice usted ?
-Que ya estamos llegando, señor.
-Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí ?
-Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
-No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie .
-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
-¿ Y Pedro Páramo ?
-Pedro Páramo murió hace muchos años.
Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.

Los Siete Locos (Roberto Arlt)













LA SORPRESA

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder;
comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
–Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
–Con siete centavos –agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado
semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
–¿Por qué anda usted tan mal vestido? –interrogó.
–No gano nada como cobrador.
–¿Y el dinero que nos ha robado?
–Yo no he robado nada. Son mentiras.
–Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
–Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
–No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres.
Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados
entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
–¿Entonces, puedo irme?
–Sí...
–No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
–Sí... todo... –y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas. Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

ESTADOS DE CONCIENCIA

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.

Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario –inmensamente extraordinario– que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.
–¿Qué es lo que hago con mi vida? –decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones –ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel– le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
–¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? –Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: –Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.

Sobre Héroes y Tumbas (Ernesto Sábato)












Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama.
Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. "Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas", pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires.
Martín levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país: un país inexistente, pero posible. Mecánicamente leyó las palabras que se referían a Suez, a comerciantes que iban a la cárcel de Villa Devoto, a algo que dijo Gheorghiu al llegar. Del otro lado, medio manchada por el barro, se veía una foto: PERÓN VISITA EL TEATRO DISCÉPOLO. Más abajo, un ex combatiente mataba a su mujer y a otras cuatro personas a hachazos.
Arrojó el diario: "Casi nunca suceden cosas" le diría Bruno, años después, "aunque la peste diezme una región de la India". Volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre diciendo "existís porque me descuidé". Valor, sí señor, valor era lo que le había faltado. Que si no, habría terminado en las cloacas.
Madrecloaca.
Cuando de pronto —dijo Martín— tuve la sensación de que alguien estaba a mis espaldas, mirándome.
Durante unos instantes permaneció rígido, con esa rigi¬dez expectante y tensa, cuando, en la oscuridad del dormitorio, se cree oír un sospechoso crujido. Porque muchas veces había sentido esa sensación sobre la nuca, pero era simple¬mente molesta o desagradable; ya que (explicó) siempre se había considerado feo y risible, y lo molestaba la sola presunción de que alguien estuviera estudiándolo o por lo menos observándolo a sus espaldas; razón por la cual se sentaba en los asientos últimos de los tranvías y ómnibus, o entraba al cine cuando las luces estaban apagadas. En tanto que en aquel momento sintió algo distinto. Algo —vaciló como buscando la palabra más adecuada—, algo inquietante, algo similar a ese crujido sospechoso que oímos, o creemos oír, en la profundidad de la noche.
Hizo un esfuerzo para mantener los ojos sobre la estatua, pero en realidad no la veía más: sus ojos estaban vueltos hacia dentro, como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos que exigen toda la concentración de nuestro espíritu.
"Alguien está tratando de comunicarse conmigo", dijo que pensó agitadamente.

La sensación de sentirse observado agravó, como siempre, sus vergüenzas: se veía feo, desproporcionado, torpe. Hasta sus diecisiete años se le ocurrían grotescos.
"Pero si no es así", le diría dos años después la muchacha que en ese momento estaba a sus espaldas; un tiempo enorme —pensaba Bruno—, porque no se medía por meses y ni siquiera por años, sino, como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza; días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo. "Si no es así de ningún modo", y lo escrutaba como un pintor observa a su modelo, chupando nerviosamente su eterno cigarrillo.
"Espera", decía.
"Sos algo más que un buen mozo", decía.
"Sos un muchacho interesante y profundo, aparte de que tenés un tipo muy raro."
—Sí, por supuesto —admitía Martín, sonriendo con amargura, mientras pensaba "ya ves que tengo razón"—, porque todo eso se dice cuando uno no es un buen mozo y todo lo demás no tiene importancia.
"Pero te digo que esperes", contestaba con irritación. "Sos largo y angosto, como un personaje del Greco."
Martín gruñó.
"Pero callate", prosiguió con indignación, como un sa¬bio que es interrumpido o distraído con trivialidades en el momento en que está a punto de hallar la ansiada fórmula final. Y volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo, como era habitual en ella cuando se concentraba, y frunciendo fuertemente el ceño, agregó:
"Pero, sabes: como rompiendo de pronto con ese proyecto de asceta español te revientan unos labios sensuales. Y además tenés esos ojos húmedos. Callate, ya sé que no te gusta nada todo esto que te digo pero déjame terminar. Creo que las mujeres te deben encontrar atractivo, a pesar de lo que vos te supones. Sí, también tu expresión. Una mezcla de pureza, de melancolía y de sensualidad reprimida. Pero además... un momento... Una ansiedad en tus ojos, debajo de esa frente que parece un balcón saledizo. Pero no sé si es todo eso lo que me gusta en vos. Creo que es otra cosa...
Que tu espíritu domina sobre tu carne, como si estuvieras siempre en posición de firme. Bueno, gustar acaso no sea la palabra, quizá me sorprende, o me admira o me irrita, no sé... Tu espíritu reinando sobre tu cuerpo como un dictador austero.
"Como si Pío XII tuviera que vigilar un prostíbulo. Vamos, no te enojes, si ya sé que sos un ser angelical. Además, como te digo, no sé si eso me gusta en vos o es lo que más odio."
Hizo un gran esfuerzo por mantener la mirada sobre la estatua. Dijo que en aquel momento sintió miedo y fascinación; miedo de darse vuelta y un fascinante deseo de hacerlo. Recordó que una vez, en la quebrada de Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido: como si se sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo "hacia el otro lado de su existencia". Y entonces, aquella fuerza inconsciente pero irresistible le obligó a volver su cabeza.
Apenas la divisó, apartó con rapidez su mirada, volviendo a colocarla sobre la estatua. Tenía pavor por los seres humanos: le parecían imprevisibles, pero sobre todo perversos y sucios. Las estatuas, en cambio, le proporcionaban una tranquila felicidad, pertenecían a un mundo ordenado, bello y limpio.

Aura (Carlos Fuentes)










LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras mas negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tornado la delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que prepararte. El autobús se acerca y tu estas observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puno y alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el desayuno y abras el periódico. Al llegar a la pagina de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el ultimo renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el numero 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, con-fundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantaras la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lamina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por lar-gas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tu la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por ultima vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:
—No. . . no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrara la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos. ahí
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
—Señora —dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de mujer— Señora. . .
—Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Solo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y solo detrás de este brillo intermitente veras, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraerte con su movimiento pausado.

El Obsceno Pájaro de la Noche (José Donoso)









MISIÁ RAQUEL RUIZ lloró muchísimo cuando la Madre Benita la llamó por teléfono para contarle que la Brígida había amanecido muerta. Después se consoló un poco y pidió más detalles:

..... -La Amalia, esa mujercita tuerta que medio la servía, no se si se acuerda de ella...
..... -Cómo no, la Amalia...
..... -Bueno, como le digo, la Amalia le hizo su tacita de té bien cargado, como a ella le gustaba de noche, y dice la Amalia que la Brígida se quedó dormida al tiro, tranquilita como siempre. Parece que antes de acostarse había estado zurciendo una camisa de dormir preciosa de raso color crema...
..... -¡Ay, que bueno que me dijo, Madre por Dios! Con la pena se me estaba olvidando. Que hagan un paquete con ella y que la Rita me la tenga en la portería. Es la camisa de dormir de novia de mi nieta la Malú, la que se acaba de casar, se acuerda que le estuve contando. En la luna de miel la rajó con el cierre de la maleta. Me gustaba llevarle trabajitos así a la Brígida para que la pobre se entretuviera un poco y todavía se sintiera parte de la familia. Nadie como la Brígida para estos trabajos finos. ¡Tenía una mano...!
..... Misiá Raquel se hizo cargo del funeral: velorio en la capilla de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, donde la Brígida pasó sus últimos años, con misa solemne para las cuarenta asiladas, las tres monjas y las cinco huerfanitas, y asistencia de sus propios hijos, nueras y nietas. Como se trataba de la última misa que se celebraría en la capilla antes de ser execrada por el Arzobispo y demoler la Casa, la cantó el Padre Azócar. Luego, entierro en el mausoleo de los Ruiz, como ella siempre se lo había prometido. El mausoleo, por desgracia, estaba bastante lleno. Pero con unos cuantos telefonazos misiá Raquel dispuso que, fuera como fuera, se las arreglaran para hacerle un lugar a la Brígida. La confianza en que misiá Raquel cumpliría su promesa de dejarla descansar a ella también bajo ese mármol hizo que los años postreros de la pobre vieja transcurrieran tan apacibles: su muerte fue como una llamita que se apagó, según la retórica anticuada pero conmovedora de la Madre Benita. Dentro de un tiempo, claro, iba a ser necesario efectuar una reducción de algunos restos sepultados en el mausoleo: tanta guagua de cuando no había remedio ni para la membrana, una mademoiselle muerta lejos de su patria, tíos solterones cuyas identidades se iban volviendo borrosas, para encerrar esa miscelánea de huesos en una cajita que ocupara poco espacio.
..... Todo resultó tal como misiá Raquel lo dispuso. Las asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en ayudarme a decorar la capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron el cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le pusieron su ropa interior más primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante las deliberciones acerca de la toilette final más adecuada, se decidieron por el vestido de jersey gris-marengo y el chal rosado, ese que la Brígida guardaba envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del féretro las coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así, con una patrona como misiá Raquel, sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida? Ninguna. La semana pasada no más, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre Menche, y nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos tenido que cortar unos cuantos cardenales colorados en el patio de la portería para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono se lo llevaban prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera mejor, no, mejor cuando volvamos del veraneo porque a ti no te gusta la playa, acuérdate cómo te azorochas con el aire de mar, cuando volvamos, vas a ver, te va a encantar el chalet nuevo con jardín, tiene una pieza ideal para ti encima del garaje... y ya ven, los patrones de la Menche ni se aportaron por la Casa cuando falleció. ¡Pobre Menche! ¡Tan mala suerte! Y tan divertida para contar chistes cochinos y tantísimos que sabía. Quién sabe de dónde los sacaba. Pero el funeral de la Brígida fue muy distinto: tuvo coronas de verdad, con flores blancas y todo, como deben ser las flores para los entierros, y hasta con tarjetas de visita. Lo primero que hizo la Rita cuando trajeron el ataúd fue pasarle la mano por debajo para comprobar si esa parte del cajón venía bien esmaltada como en los ataúdes de primera de antes: yo la vi fruncir la boca y dar su aprobación con la cabeza. ¡Bien terminadito, el ataúd de la Brígida! Hasta en eso cumplió misiá Raquel. Nada nos defraudó. Ni la carroza tirada por cuatro caballos negros enjaezados con mantos y penachos de plumas, ni los autos relucientes de la familia Ruiz alineados a lo largo de la vereda esperando la partida del cortejo.
..... Pero el cortejo no puede partir todavía. En el último momento misiá Raquel se acuerda que en su celda tiene una bicicleta un poco averiada, pero con unos cuantos arreglitos puede quedar de lo más buena para regalársela a su jardinero el día de San Pedro y San Pablo, anda, Mudito, anda con tu carro y tráemela para que mi chofer la meta en la parte de atrás de la camioneta y así aprovecho el viaje.
..... -¿Que no piensa venir a vernos más, misiá Inés?
..... -De venir voy a tener que venir, cuando vuelva la Inés de Roma.
..... -¿Ha tenido noticias de misiá Inés?
..... -Nada. Le carga escribir cartas. Y ahora que le fracasó el famoso asunto de la beatificación y que Jerónimo firmó traspasando la capellanía de los Azcoitía al Arzobispado, debe estar con la cola entre las piernas y ni postales va a mandar. Si se queda mucho más en roma será milagro que encuentre esta Casa en pie.
..... -El Padre Azócar me estuvo mostrando los proyectos de la Ciudad del Niño. ¡Son preciosos! ¡Viera qué ventanales! Los planos me consolaron un poco... que ésta haya sido la última misa en la capilla.

El Astillero (Juan Carlos Onetti)











SANTA MARÍA-I
Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante —aunque ya casi olvidada— de nuestra historia ciudadana. Pocos lo oyeron y es seguro que el mismo Larsen, enfermo entonces por la derrota, escoltado por la policía, olvidó en seguida la frase, renunció a toda esperanza que se vinculara con su regreso a nosotros.
De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los «omnibuses» que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.
Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas a cuadros de los camioneros. (Ahora éstos disputaban al ferrocarril las cargas hasta El Rosario y los pueblos litorales del norte; parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado, junto con el camino de macadam inaugurado unos meses atrás.) Se cambió después a una mesa próxima a la puerta y a la ventana para tomar el café con gotas.
Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otras con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca.
Pagó el almuerzo, con la exagerada propina de siempre, reconquistó su pieza en la pensión de encima del Berna y después de la siesta, más verdadero, menos notable por haberse aliviado de la valija, se puso a recorrer Santa María, pesado, taconeando sin oírse, paseando ante la gente y puertas y vidrieras de comercios su aire de forastero incurioso. Caminó sobre los cuatro costados y las dos diagonales de la plaza como si estuviera resolviendo el problema de ir desde A hasta B, empleando todos los senderos y sin pisar sus pasos anteriores; fue y volvió frente a la verja negra, recién pintada, de la iglesia; entró en la botica, que seguía siendo de Barthé —más lento que nunca, más característico, más alerta—, para pesarse, comprar jabón y dentífrico, contemplar como a la imprevista foto de un amigo el cartel que anunciaba: «El farmacéutico estará ausente hasta las 17».
Insinuó después una excursión a los alrededores, fue bajando, aumentando el balanceo del cuerpo, tres o cuatro de las cuadras que llevan a la convergencia del camino de la costa con el que va a la Colonia, por la descuidada calle en cuyo final está la casita con balconescelestes, alquilada ahora por Morentz, el dentista. Lo vieron más tarde cerca del molino de Redondo, con los zapatos hundidos en el pasto mojado, fumando contra un árbol; golpeó las manos en la granja de Mantero, compró un vaso de leche y pan, no contestó directamente a las preguntas de los que trataron de ubicarlo («estaba triste, envejecido y con ganas de pelear; mostraba el dinero como si tuviéramos miedo de que se fuera sin pagarnos»). Llegó, probablemente, a perderse durante unas horas en la Colonia, y reapareció, a las siete y media de la tarde, en el mostrador del bar del Plaza que no había visitado nunca cuando vivió en Santa María. Estuvo repitiendo allí, hasta la noche, las farsas de agresión y curiosidad que atribuyeron a su estada del mediodía en el Berna.
Disputó benévolo con el barman —con una tacita, mantenida alusión al tema que llevaba cinco años de enterrado— acerca de fórmulas de cócteles, del tamaño de los pedazos de hielo, del largo de las cucharas de revolver. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró al doctor Díaz Grey y no quiso saludarlo. Pagó esta otra cuenta, empujó sobre el mostrador la propina y fue bajándose con seguridad y torpeza del taburete, fue caminando por la tira de linóleo, balanceándose con el premeditado compás, corto y ancho, seguro de que la verdad, aunque marchita, iba naciendo de los golpes de sus zapatos y se transfería al aire, a los demás, con insolencia, con sencillez.
Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna. Pero ningún habitante de la ciudad recuerda haberlo visto nuevamente antes de que se cumplieran quince días de su regreso. Entonces, era un domingo, todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus —única, idiota, soltera— pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos.

jueves, 9 de agosto de 2007

Cien años de Soledad (García Marquez)











Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano.
«La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.
Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación.